La crónica

 “La lluvia, el caos... y el chocolate”


La tarde se cerró como un telón gris en una obra que nadie pidió ver. El cielo, más dramático que un actor en su última escena, amenazaba con lágrimas que pronto no se harían esperar. Apenas llegué a la vieja plazoleta —ese rincón que huele a historia y a empanadas recalentadas—, el aguacero cayó sin piedad, como si el cielo tuviera cuentas pendientes con la tierra.


A mi alrededor, la ciudad se volvió un desfile de contradicciones: unos corrían como si la lluvia fuera ácido, mientras otros parecían disfrutarla como si fuera una bendición celestial embotellada. Los vendedores, héroes de todos los climas, cerraban sus puestos con la destreza de capitanes en medio de un naufragio, mientras los niños, siempre del bando del caos, chapoteaban en los charcos como si el barro fuera más valioso que el oro.


La lluvia no preguntó a quién mojar; simplemente mojó. Caía con el ritmo de un tambor desafinado, golpeando adoquines y techos con el mismo entusiasmo con el que caen los lunes sobre los desprevenidos. Y ahí, en medio del desorden poético, me senté en una banca oxidada —más fiel que muchas amistades— y observé cómo el mundo se dejaba lavar sin pedir permiso.


Una anciana, envuelta en un chal tan antiguo como las historias que seguramente callaba, se sentó a mi lado. Me ofreció un sorbo de chocolate caliente, “para calentar el alma”, dijo. Ironía divina: justo cuando todo se mojaba por fuera, algo empezaba a arder por dentro. Aquel chocolate no curaba el resfriado, pero sí el corazón. Y eso ya era bastante.


Los turistas se refugiaron en el café, murmurando frases en idiomas que ni la lluvia entendía. Las farolas reflejaban su luz temblorosa sobre los charcos, como si el pueblo entero estuviera atrapado en un cuadro impresionista a medio terminar. Todo era contraste: el calor del termo y el frío de los pies, la prisa de unos y la calma de otros, el gris del cielo y el colorido de la vida que se resistía a apagarse.


Cuando el diluvio decidió tomar un descanso, el sol, que había estado castigado en la esquina del cielo como niño travieso, regresó con tímida valentía. Y entonces, como si fuera una broma visual, apareció un arco iris —esa promesa de esperanza que llega justo cuando ya estamos empapados y sin paraguas.


Me levanté con la certeza de que aquella tarde no había sido solo una más. Había sido una mezcla de caos y consuelo, de ironía celestial y ternura terrenal. Porque a veces, la vida es así: una contradicción hermosa que se resume en una banca mojada, una anciana amable, y un sorbo de chocolate que sabe más a milagro que a cacao.



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