La crónica
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“La lluvia, el caos... y el chocolate” La tarde se cerró como un telón gris en una obra que nadie pidió ver. El cielo, más dramático que un actor en su última escena, amenazaba con lágrimas que pronto no se harían esperar. Apenas llegué a la vieja plazoleta —ese rincón que huele a historia y a empanadas recalentadas—, el aguacero cayó sin piedad, como si el cielo tuviera cuentas pendientes con la tierra. A mi alrededor, la ciudad se volvió un desfile de contradicciones: unos corrían como si la lluvia fuera ácido, mientras otros parecían disfrutarla como si fuera una bendición celestial embotellada. Los vendedores, héroes de todos los climas, cerraban sus puestos con la destreza de capitanes en medio de un naufragio, mientras los niños, siempre del bando del caos, chapoteaban en los charcos como si el barro fuera más valioso que el oro. La lluvia no preguntó a quién mojar; simplemente mojó. Caía con el ritmo de un tambor desafinado, golpeando adoquines y techos con el mismo entusia...